Urlezaga se rió con determinación. Se agazapaban en su risa una noción de la ironía y la relumbre de la fruición sin antecedentes.
-Lo único que te puedo asegurar -me dijo-, es que en determinado momento te vas a cagar encima.
Volvió a reírse.
Realmente la venda cumplía su función: no me permitía ver el más mínimo resquicio de luz. La mordaza también demostraba efectividad en su propósito.
Estaba atado con tal firmeza a la silla, que me sentía en un total estado de franqueza y hermandad con mi dolor e incertidumbres.
Se evidenciaba que había otras personas con Urlezaga. Hablaban murmurando. El ámbito olía a hospital; allí sin dudas reinaba la asepsia.
Entonces me quitaron la venda. Pude ver enfrente de mí a un sujeto vestido con un guardapolvo blanco, guantes de látex y un antifaz también blanco. Llevaba en las manos lo que parecía ser el esqueleto amarillento de un bebé.
Urlezaga se acercó y me dijo:
-Este es el cadáver de tu hijita. Ahora vas a tomar uno de sus huesos y chuparlo con deleite.