28/3/13

Esmegma transrectal (23)


-Ella no mintió. Qué feos testículos tiene, señor -me dijo la prostituta.

Le faltaban los dientes de la encía superior. Su cuerpo se presentaba fláccido, orientado hacia una intemperancia mullida. Sonreía. Y decía la verdad.

Mi escroto es de un color amarronado. Tiene una particular textura muy áspera. Diría que tales características hacen parecer a mis testículos un kiwi.

-Parecen un kiwi -añadió ella-. Su esposa me lo advirtió al contratarme. Y me exigió como condición excluyente que trajera a la bisabuela.

Lo sospechaba. Siempre que me pagaba una prostituta, Helena les hablaba de mis testículos y, sobre todo, buscaba alguna condición excepcional, en este caso, la inclusión de la anciana.

-Su señora me dijo que me contrataba porque era muy fea. Y porque creía que yo sería la que más me reiría de sus testículos. Pero el trato definitivamente lo cerró el asunto de la bisabuela.

La anciana tenía 102 años. Estaba ciega. Se había desnudado con una llamativa lentitud en un rincón de la habitación. Su desnudez resultaba cuando menos asombrosa. Sus huesos se marcaban de manera nítida bajo la piel que parecía un pergamino antiguo. Una momia: esa es la definición más precisa que puedo otorgar de su cuerpo. Y sobre todo de su rostro. Era sin dudas, un cadáver incorrupto.

-Mi familia tiene una larga tradición de putas -dijo la mujer-. Pero faltaba sólo la bisabuela. Ya venía siendo hora de prostituirla. Tiene una salud de hierro. Puede hacerle lo que quiera: puede orinarla, defecarla. Forníquela como más le guste. Si se muere, no le hace: ¿quién no querría morirse vomitada, en el medio de un coito?

Volvío a mirar mis testículos y agregó:

-Hay una crema muy buena para la piel. Quita las asperezas y remueve células muertas. Blanquea. Yo creo que le ayudaría con sus huevos. Acá la tengo, en mi cartera. Permítame que voy a colocarle un poco.

Extrajo el pomo blanco, dotado de un considerable viso fálico. Se colocó un poco en la palma de la mano, y comenzó a deslizarla por mi escroto con suaves movimientos circulares.

Mientras lo hacía me manifestaba:

-Qué caro está todo. La verdura por ejemplo.

Y agregó:

-¿Hace cuánto que perdió parte del miembro?

-Qué parte. Yo no perdí ninguna parte del miembro.

-¿Pero ese es su tamaño normal? No puede ser. Su señora me dijo que usted antes tenía falo grande, y que lo había perdido casi todo en un accidente. ¿Está seguro? Ese no puede ser un miembro entero. Pero mejor para la abuela. Menos daño para su vagina árida.

La anciana parecía haberse quedado dormida en su rincón, sentada y desnuda. De vez en vez se llevaba la mano a la vulva: parecía querer masturbarse.

-Ánde, ánde -me decía la mujer de la vida-. Empiece por la abuela. ¿No se anima? Bueno, para que entre en clima, yo la voy a mear.


14/12/12

Pene atrofiado (22)


Me coloqué unas bragas generosas y una enagua de madre, una peluca rubia apolillada y me maquillé con esmero.

Y así, frente al espejo, admirando mi abyecta figura travestida, me practiqué una auto fellatio. Cuatro años de insufribles clases de yoga para acceder a las condiciones físicas que me permitiesen chupármela a mí mismo.

Pero había valido la pena.

Dejé que una traza de semen se deslizara por la comisura de su boca reflejada, digo MÍ boca. Pues se trataba de un homenaje a ella, una ceremonia gemela.

Porque no me animaba a buscarla en su casa, a espiarla por la ventana y masturbarme con su verdadera imagen. Sólo me restaba conformarme mirándome a mí mismo. Porque ella era igual a mí. Una mujer madura idéntica a mí.
Cuando la vi por primera vez en la calle, su fealdad me causó asco y risa, un sentimiento retorcido que conocía bien, pues es el que por lo general despierto. Entonces me di cuenta; la mujer tenía mis idénticos ojos desproporcionados, una copia de mis desagradables facciones. Experimenté entonces una polución diurna.
Evidentemente la señora vivía en las proximidades. Un vendedor de periódicos se me acercó y, tocándome el culo, me dijo:
-¡Elenita, te vestiste de macho!
Salí corriendo tras ella. Vivía en un conventillo infame. Antes de entrar, creyendo que nadie la veía, se metió la mano debajo del vestido y se rascó la vulva. Luego se olió los dedos y los chupó.
Elenita, algún día entraré anónimamente a tu casa y tomaré tu sexo a la fuerza. Digo, MI sexo a la fuerza.


16/7/12

Cáncer vaginal (21)


Cuando niño, de manera involuntaria, tenía la capacidad de lograr que se lastimaran y hasta murieran chiquillos que convivían conmigo.
Un compañero de escuela, cierta vez se rió tanto de mi fealdad y lo hizo durante tanto tiempo y con tal violencia, que experimentó un principio de infarto.
Una niña que me gustaba, me consideraba tan feo que sostenía que tenía pesadillas conmigo y que mi visión la acechaba en las noches, dentro de su habitación y hasta debajo de la cama. La niña terminó suicidándose a los diez años a causa de esto.
El padre de un compañero nuevo en la escuela venía en su vehículo a dejar al niño en el  establecimiento educativo. Cuando me vio, mientras estacionaba, quedó tan perplejo con mi fealdad que colisionó contra otro auto haciendo que mi compañero lastimara de gravedad su cabeza.
Este compañero, de nombre Jacinto, fue uno de los niños que más me burló durante la infancia. Se reía tanto de mí, que los días en que no asistía a clase, extrañaba sus carcajadas, que ya se habían tornado una irreverencia natural y rutinaria.
Más de veinte años después, lo encontré en la calle. Cuando me vio, lejos de saludarme, comenzó a retorcerse de las carcajadas que mi rostro y cuerpo le producían.
-Bodeler. Menos mal que me voy de viaje durante dos años, así en ese lapso de tiempo, no me cruzaré de nuevo con tan graciosas e inmundas facciones, cuerpo, voz  y forma de ser -me dijo y se marchó.
Entonces comencé mis tareas de inteligencia.
Efectivamente se marchó a un viaje con su familia; su esposa y una hija de un año. Tenía una bonita casa, con un amplio parque y una encantadora piscina.
La primera noche en que ingresé a su propiedad, noté que la piscina estaba vacía. Y allí pergeñé un plan.
Desde ese momento, cada vez que sentía ganas de defecar, me aguantaba hasta llegar a su casa, saltar las rejas y cagar dentro de la piscina.
Lo hice cada día durante los dos años en que el sujeto estuvo ausente.
No resultaba fácil; yo no vivía tan cerca y en un par de ocasiones me defequé encima. Sobre todo si se considera  que muchas veces tomaba un purgante para favorecer mi misión. En tales ocasiones pasaba casi todo el día y la noche en la casa, durmiendo cerca de la pileta. Si me cagaba en el camino, de todas formas arribaba hasta la alberca y arrojaba en ella mi ropa interior embarrada de materia fecal.
Para el día en que Jacinto regresaba, la piscina estaba casi completa de mierda en descomposición.
Como había inquirido el horario de su retorno, lo esperé dentro de su morada con mi cabeza cubierta con una media de mujer y un arma en la mano.
Apenas mi ex compañero hubo ingresado portando una valija, lo encañoné y le ordené que me entregara a la niña, que contaba con tres años para entonces.
El sujeto se negó de forma rotunda, de manera que coloque la pistola en la sien de la pequeña. Entonces me la dio.
La tomé en brazos y la llevé corriendo hasta la piscina pletórica de caca y la arrojé adentro.
Mientras saltaba la reja y me alejaba a la carrera, volteé la cabeza y pude ver como el sujeto se arrojaba de manera resuelta a la mierda pútrida para rescatar a su hija. Me reí hasta llegar a mi casa.
Una vez en mi morada, entre carcajadas, me masturbé pensando en lo ocurrido.




14/6/12

Cáncer de ano (20)


No hace mucho, urgando en los cajones del placard de madre, entre sus enaguas y negligés, hallé una antigua caja taraceada de madera.
En su interior, había algunas fotografías que mostraban a mi padre, en sus años mozos, junto a un bebé desnudo.
En una de las fotografías viejas, papá tenía el miembro viril erecto sobre el pecho del niño. En otra mantenía el diminuto pene del bebé en su propia boca, debajo del grueso mostacho.
Todas las fotos -eran muchas- tenían ese tenor.
Tras observar de manera minuciosa, caí en cuenta sin dudarlo, que ese bebé no era otro que yo en mi más tierna edad.




13/3/12

Esmegma (19)

-Bien sabes que no te quiero. Que nunca te he querido, ni lo haré jamás -solía decirme todo el tiempo mi padre cuando era niño.
Él y madre se habían separado apenas hube nacido y yo pasaba algunas temporadas con él.
Y por supuesto que tenía en claro que no me quería. Él se encargaba de hacérmelo saber a través de una constante sodomía.
Me insertaba en el ano algún objeto y me decía: "No hago esto por ser un perverso sexual. No lo disfruto. Sólo pretendo que el castigo no se te olvide nunca".
También me hacía vestir de niña y me hacía darle el pecho a una muñeca. Mientras tanto, se reía de mí, señalándome, hasta caerse al piso por obra de las carcajadas.
Cierta vez, tenía yo siete años, me subió a su auto y me condujo hacia las afueras de la ciudad. En cierto momento, me hizo bajar  del vehículo y me llevó hacia un granero. Me dijo, apoyando su mano en mi hombro:
-En un pueblo africano (los Ljo) los niños y adolescentes deben de copular delante de los mayores con una oveja, como parte de un rito de iniciación.
Cuando abrió la puerta del edificio de madera, pude ver un grupo de personas que me miraban y se reían y, a un costado, las lanas blancas y ensortijadas del animal.


30/1/12

Pene roto (18)

-Si bien es la primera vez que tengo sexo -me dijo la niña Lucía- y no tengo con qué comparar, he quedado muy decepcionada con tu manera de penetrarme. Mi abuela tenía razón respecto de lo que me dijo: sos un amante paupérrimo.
Era demasiado.
No soy un tipo violento; por el contrario, siempre me he caracterizado como sujeto contemporizador y anodino. Pero en ese momento experimenté una efervescencia brutal, dejé de ser yo. Se anunció lo que me decía mi madre cuando niño: "Detrás de todo imbécil adocenado y vulgar como vos, se esconde una bestia".
Sin darme cuenta, le propiné una sonora bofetada.
Ella comenzó a llorar como una niña. En realidad era una niña; a lo que me refiero es que si bien tenía once años, lagrimeaba como una de cuatro o cinco.
Eso sólo me enervó más. Me irreconocí.
Comencé a darle golpes de puño en el rostro, mientras la tenía tomada de los cabellos.
Aunque siempre fui muy débil, cuando propiné uno de esos golpes, sentí bajo mis nudillos que se hundían un chasquido proveniente de su nariz: se la había roto. Ésta comenzó a mandar sangre muy espesa y amarronada.
Entonces comencé a pegarle en el vientre. Ella estaba desnuda. En uno de sus movimientos abrió las piernas y alcancé a ver emanando de su vulva casi impúber una espesa huella de mi semen.
La golpeé de manera repetida en el monte de venus sin vello. Luego en los pechitos que ni asomaban.
Cuando se me cansaron los brazos y las manos me escocieron, recordé la forma de tortura conocida como "Cura de agua".
Inmovilicé a la niña sobre la cama. Le coloqué un trapo en la boca y lo deslicé hasta su garganta. Y procedí a echar agua lentamente, produciéndole a la pequeña la sensación de ahogamiento. Así lo hice durante algunas horas, con la virilidad rampante.
Finalmente, cuidando de que nadie me viera, la dejé convulsionando en un solar baldío de la esquina y huí.
Me sorprendió, dos meses después, encontrarla llamando a mi puerta, con espantosas lastimaduras cicatrizadas en el rostro, sonriéndome y mostrándome muy divertida la ausencia de seis dientes, antes de abrazarme.



Obras que el artista Adrián Zotto realizó especialmente para este texto:











3/12/11

Funículo espermático (17)

Cómo no dirigir mis recuerdos a Bobby, entonces, el perro de infancia. Cómo no recuperar en la memoria sus rodeos lúdicos, su ladrido estrecho, el movimiento pendular de su rabo.
No quería hacerlo. No con un perro. Pero mi esposa, Helena, fue, como siempre, harto convincente.
Y Bobby volvió a mi evocación incluso desde mucho antes de que el miembro del mastín napolitano estivese dentro de mi boca.
Mientras yo le practicaba sexo oral al perro, mi esposa me lo practicaba a mí.
-Esto no me gusta -le dije a Helena-. Ni siquiera voy a conseguir una erección.
Ella replicó:
-¿Cómo que no vas a conseguir una erección? No sólo conseguiste una muy férrea, sino que hace cinco segundos acabás de eyacular dentro de mi boca.
Mientras Helena decía esto, el mastín eyaculaba dentro de la mía.
Entonces comprendí que la infancia no era más que una ilusión de pureza, un hecho lejano que pertenecía a la esfera de la ilusión, sólo un triste mecanismo de defensa, una farsa.
Así que le dije a Helena que repitamos el acto sexual con el mastín sobre la tumba de Bobby, que se encontraba en un campo cercano, sobre la cual había dejado flores y lágrimas durante muchos años de mi corta y agónica niñez.



17/9/11

Cáncer de pene (16)

Cómo no llamarme pedófilo, si Lucía sólo tiene once años. Un abyecto pedófilo. Un delincuente.
Pero yo no quería. Lo juro. Aunque no me crean, ella me obligó. Yo quise resistirme. Pero no me ofreció chance.
En resumen, fuimos hasta el hotel donde años atrás forniqué a su abuela.
Ella sabía, su abuela se lo había narrado de manera pormenorizada, cómo fueron los detalles de aquel encuentro sexual.
Quiso repetirlo al detalle.
Me tiró sobre la cama (soy un sujeto físicamente esmirriado). Le dije que entre ambos nada pasaría, que era inmoral lo que proponía pues ella era tan sólo una niña.
Se rió con desdén en su faz pecosa.
Le dije que mi miembro no se erectaría, pues lo que quería hacer conmigo era una perversión innombrable, y no estaba dispuesto.
Pero ella se levantó su blusa y me mostró sus pechitos incipientes. Luego se quitó las braguitas rosadas de algodón por debajo de la pollera y me bajó la cremallera portando una sonrisa irónica, tal como lo había hecho su abuela.
Comenzó a tocar mi miembro con su mano pequeña mientras me confesaba que se excitaba al pensar -no voy aquí a dar precisiones- sobre ciertas prácticas zoofílicas y necrofílicas.
Entonces no sólo mi falo se erectó de una manera alarmante y por demás vascularizada, sino que apenas ella lo hubo ingresado con dificultad en su vulva carente de vello, eyaculé con tal rudeza, que me se me acalambraron los músculos abdominales y experimenté una súbita baja de la presión arterial.
-Mi abuela me dijo que su pene era mínimo -me manifestó mirando la sangre con fijeza-, pero es más chico aún de lo que imaginaba. Y por otra parte, hace dos horas tuve mi primera menstruación. Espero que me haya dejado embarazada.












25/7/11

Fascia de Cooper (15)

Cada jornada, ataviada con su camisón francés, madre leía la biblia antes de dormirse. Una noche, tenía yo diez años, me desperté por la madrugada pues me había orinado encima.
Me dirigí hacia la habitación de madre y al asomarme por la puerta, advertí que estaba ella leyendo el buen libro mientras que generaba un movimiento repetitivo y veloz debajo de la sábana y gemía y suspiraba de manera continua.
Al otro día, en ausencia de madre e invadido por la curiosidad, acudí a su habitación para conocer qué pasaje había estimulado tan extraña acción por parte de ella. Tomé entonces su biblia y me dirigí hacia la página indicada por un señalador.
Allí había una foto de mí y  un párrafo subrayado: "El hombre que tenga los testículos aplastados o el pene mutilado no será admitido en la asamblea de Yahveh".
Años después caí en cuenta de que madre se masturbaba con mi foto y el Deuteronomio.


18/6/11

Columnas de Morgagni (14)


Urlezaga se rió con determinación. Se agazapaban en su risa una noción de la ironía y la relumbre de la fruición sin antecedentes.
-Lo único que te puedo asegurar -me dijo-, es que en determinado momento te vas a cagar encima.
Volvió a reírse.
Realmente la venda cumplía su función: no me permitía ver el más mínimo resquicio de luz. La mordaza también demostraba efectividad en su propósito. 
Estaba atado con tal firmeza a la silla, que me sentía en un total estado de franqueza y hermandad con mi dolor e incertidumbres.
Se evidenciaba que había otras personas con Urlezaga. Hablaban murmurando. El ámbito olía a hospital; allí sin dudas reinaba la asepsia.
Entonces me quitaron la venda. Pude ver enfrente de mí a un sujeto vestido con un guardapolvo blanco, guantes de látex y un antifaz también blanco. Llevaba en las manos lo que parecía ser el esqueleto amarillento de un bebé.
Urlezaga se acercó y me dijo:
-Este es el cadáver de tu hijita. Ahora vas a tomar uno de sus huesos y chuparlo con deleite.
No me quedó más remedio que hacerlo.







28/5/11

Ecografía transrectal (13)


La habitación, de por sí, era abyecta: el piso estaba cubierto por vómito seco que mandaba un hedor ácido y vencido. Extraño por parte de Mallet, que era pulcro hasta lo patológico.
Pero en eso radicaba el poder de la situación; en disfrutar de los reversos y prefigurarlos, en la comunión del vicio.
El cuarto se ubicaba en el sótano de la morada del casero de mi amigo. Cuando Mallet me propuso copular a sus pacientes siamesas, lo hizo de forma harto convincente: me dijo que la más fogosa y más regular desde lo físico sería para mí. La más frígida y con más deformidades es mía, aclaró.
Las muchachas estaban unidas por la frente y un ojo y compartían una porción considerable de masa encefálica. Era cierto: una presentaba deformaciones no tan marcadas; la otra poseía descomunales minusvalías.
Al arribar al sitio, Mallet ya las tenía desnudas en un camastro. Había servido un par de Gomsterffi sobre una mesa derruida. Al verlas di media vuelta e intenté salir corriendo. Pero Mallet me detuvo.
-Enfréntate con tu abasiaofilia, Carlos. No la niegues -me dijo por lo bajo.
Acto seguido se dirigió hacia la muchacha que había elegido para sí, se desabotonó la bragueta y comenzó a orinarla.
Era evidente que a la chica le desagradaba pues se revolvía y emitía quejidos guturales zarandeando a su hermana, que me miraba con el rabillo del ojo y se reía. Luego ésta comenzó a masturbarse y entre las sacudidas me invitó a acercarme. La orina de Mallet la salpicaba.
Pensé una vez más en huir. Pero al mismo tiempo cavilé en mi esposa Helena mofándose, como a menudo lo hacía, de mi pequeña genitalia; además era la primera vez que una dama me convidaba tan abiertamente a fornicarla.
De manera que con suma indecisión me le acerqué. Mientras tanto, mi amigo Mallet defecaba sobre la hermana.
Extraje el miembro que, dado lo enredoso de la situación, no se había erectado gran cosa y la penetré como pude. Su vulva se encontraba completamente lúbrica y receptiva. Tuve que cerrar los ojos.
Pero cuando tomé verdadera consciencia de lo que estaba haciendo, la erección se me presentó de súbito y así, mientras mi amigo vomitaba sobre su compañera, eyaculé con saña.




16/5/11

Escrotales breves (12)

Entonces madre me encontró practicando el onanismo. Me obligó a la sazón a envolver mi miembro con un papel de lija y masturbarme así delante de ella. Caundo eyaculé, el semen fue a mezclarse con las gotas de sangre que se me habían derramado. Ella pasó el dedo por esa mezcla y se lo llevó a la boca. Este es el sabor de la medida de tu impureza -me dijo.



Sé que Helena también va a abandonarme a causa de mi viaje en tren, estoy seguro.


 

 Al morir madre, la única persona que asistió al entierro, aparte de mí, claro, fue Héctor, el amante de mi esposa.



-No avises a nadie, no todavía -me dijo Helena cuando la bebé murió.
Y no lo hice. De esa manera, mi esposa durmió abrazada al cuerpecito de la niña durante dos días. Yo dormí al lado de ellas. Esas dos noches no soñé.



Ocurrió algo extraño en la tumba de madre. Sobre la foto de ella que se encuentra en la lápida, alguien pegó una foto mía.



Mientras compraba los pasajes de ómnibus a Rosario, temblaba.
La niña me había dicho que me esperaría en la Estación Terminal a las nueve de la noche. Agregó:
-Me llamo Lucía. Y no lleve profilácticos, idiota. Me va a penetrar sin uno, como lo hizo con mi abuela. Y no se preocupe por embarazarme: todavía no tuve mi primera menstruación.


Testículo de Carlos R. Bodeler

2/5/11

Albugínea (11)

Si me preguntan qué me movió en mi primera juventud a tener un encuentro homosexual, puedo responder sin hesitaciones: la lástima y el respeto.
Mi vecino era una suerte de filósofo de barrio; don Jenofonte García Paredes Nieto. Sentado en su silla con el respaldo hacia adelante en la vereda, fumando su pipa de gran cazoleta y sorbiendo mate lavado, generó siempre en mí gran admiración por la solemnidad de su porte mugriento, pues don Jenofonte no se bañaba por cuestiones referentes a Tales de Mileto.
Como en una suerte de "Academia" suburbana, aprendí con él, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, los primeros rudimentos a propósito de la filosofía. Era un solipsista criollo de larga barba y olor muy marcado a sudor de axila.
Casi sin que me diera cuenta, a don Jenofonte lo estragaron los años. Su edad demasiado avanzada se manifestó sin tregua y de súbito en su anatomía macilenta.
Una madrugada lo internaron. Fui a visitarlo al hospital y lo encontré devastado sobre la cama, acicateado por diversos tubos y mangueras. Me hizo un gesto y me acerqué a su rostro de cadáver:
-Carlitos, hijo mío -me susurró desde lo intrínseco de su aliento fétido-. Muero, hijo. Y no voy a marcharme sin una fellatio de letum.
Sin dudarlo le bajé entonces el pañal y le retiré la sonda del falo. Un imposible olor a orina me asaltó mientras llevaba la cabeza hacia el miembro atrofiado y ya lampiño de don Jenofonte. Llorando por la pérdida inminente, me llevé su glande a la boca, percibiendo su regusto sulfúrico.
Mientras ejecutaba un movimiento de vaivén con la cabeza y contenía las ganas apremiantes de volver el estómago, recordaba cómo teniéndome sentado sobre su regazo, el maestro versaba sobre los presocráticos y la lógica formal.
Si bien el pene del filósofo no se había erectado por completo, logró eyacular dentro de mi boca.
Mientras vomitaba recordé la historia que me solía contar: aquella de Heráclito de Éfeso, quien se había enterrado en materia fecal para curarse de la hidropesía y de seguro dejar una enseñanza cifrada. Encontré entre ambos actos, el que acababa de fomentar mi viejo mentor y aquel del Oscuro, una evidente analogía.
Minutos después, don Jenofonte murió.
Aquella última mayéutica seminal, repercutirá en mí por siempre como una enseñanza nauseabunda, pero sobre todo como el recuerdo más excitante de mi vida.



19/4/11

Fimosis (10)

Suelo dormir con alguna mínima luz encendida pues, me avergüenza decirlo, temo a la oscuridad. Esto se manifiesta desde que era niño y fue fomentado con creces por madre.
Esa noche no fue la excepción: estaba solo durmiendo en la habitación de huéspedes más espaciosa de la casona de mi mejor amigo Mallet y él había dejado un candil encendido sobre la mesa de luz, pues conoce mi padecimiento. Mi esposa Helena dormía con él y sus dos perros grandaneses en la habitación principal.
Pero mi sueño fue interrumpido por una sensación harto placentera; la hija de Mallet se había deslizado de manera furtiva en mi habitación, me había bajado la pijama y me lamía el miembro con fruición, el cual se erectó de manera preocupante.
Así estuvimos un rato hasta que la vergüenza y el estupor me permitieron mirarla directo a los ojos.
Entonces, sonriendo, extrajo un objeto de entre sus ropas y me lo enseñó. Lo reconocí al instante, pues se trataba de un objeto harto particular. Era el sonajero rosado que le había regalado cuando era una bebé. Lo había visto resonando en su manita infantil repetidas veces.
Ella lo sostuvo frente a mi vista durante unos instantes y cuando percibió que lo había reconocido, comenzó a introducirlo con avidez dentro de mi ano.



16/4/11

Meato Urinario (9)

Helena, desde niña, ha tenido la manía de, en situaciones muy, pero muy desagradables, apretarse con mucha fuerza los labios vaginales con los dedos.
El día de nuestra boda, mientras el sacerdote oficiaba el sacramento, la manía de Helena se extremó en un acceso furioso. Con un ademán doloroso ella introdujo su mano dentro del vestido y condujo sus dedos hacia el pubis. Se va a apretar la vulva, pensé.
En efecto, Helena lo hizo, mas con tanta fuerza y violencia, que el cura debió interrumpir la ceremonia, sus parientes se acercaron al altar y todos comenzamos a intentar que soltase su entrepierna, en medio de un caos que se generaba, y ella lloraba y se reía, y nosotros tirábamos -incluso el sacerdote, muy indignado-, y ella efectuaba potentes sonidos guturales a través del velo pero sin soltarse los labios, eso nunca, y luego se cayó junto con varios parientes avergonzados y seguía aferrándose a ese muelle sector de su anatomía como si se aferrara a una última instancia de evasión, de clemencia y de cordura.




Instantánea de los glúteos de Carlitos Bodeler.

10/4/11

Glándula de Cowper (8)

Madre me enviaba al colegio con el delantal inmaculado, luciendo un blanco excesivo.
Una mañana, al salir al recreo, noté que Isabel, la niña más linda de la escuela, estaba vomitando sobre sus lápices, pues había estado dibujando sentada en el suelo y de pronto se sintió mal. Sin pensarlo me acerqué, y sacándome el guardapolvo, limpié con él cada uno de sus lápices de colores hasta remover de ellos el más mínimo resto del vómito. Luego volví a ponerme el guardapolvo.
Esa mañana, a mis seis años, dí mi primer beso.

(Agrego con mucho pudor que el hecho de besar a la niña cubierto de vómito e imaginar la paliza que madre me propinaría, provocó a su vez mi primera erección fálica).



Instantánea del miembro de Carlos Bodeler