20/2/11

Glándulas bulbouretrales (5)

Cuando nuestra bebé murió, por primera vez en mi vida -exceptuando cuando era muy pequeño, claro- me defequé encima. Repasando el hecho ahora, a la distancia y con plena frialdad en la cavilación, recuerdo que unos retortijones principiaron en mi vientre apenas escuchados los alaridos de mi mujer. Cuando llegué con ella, tenía a la bebé en brazos y la arrullaba, aunque ya estaba muerta, y gritaba de una manera escalofriante. La materia fecal salió muy lentamente de mí, semilíquida, y comenzó a bajarme por la pierna. Los médicos dijeron que la niña había sufrido una "muerte súbita". Cuando quité el cuerpecito de entre los brazos de Helena y lo tomé en los míos, las heces chorreantes ya me llegaban más abajo de las rodillas y despedían un hedor inmundo, aunque ahora pienso que el olor podía haber venido de la bebé fallecida. La niña se encontraba espantosamente hinchada. Entre intensos llantos, mi mujer me dijo: "ha sido culpa tuya, Carlos".

Vesículas seminales (4)

-¿Pero entonces, por qué me citaste aquí? -dije.
La muchachita, de doce años, me miró con seriedad. En sus ojos habían un comentario del cielo y el tamaño de la resignación.
-Porque me enteré que usted, Bodeler, fue el único hombre con que mi abuela engañó a mi abuelito. Mi abuela Elsa, fue en la ciudad de Rosario, hace mucho.
Era cierto. Recordaba a la mujer. Con ella perdí mi virginidad y, además de con mi esposa, fue la única mujer con quien hice el amor. Era una señora fea, estaba borracha. Dijo que se acostaba conmigo por lástima. Porque me encontraba demasiado delgado. Porque era, por lejos, el sujeto más delgado en ese velorio.
-Le quiero pedir perdón por eso -dije.
-No me importa lo de mi abuela -respondió-. Usted tiene los ojos muy redonditos. Como un koala.
Era una niña muy bella. Aunque tenía demasiado cabello. No le encontré un solo rasgo de su abuela. Vestía una remera de Mickey Mouse.
-Mi abuela es muy fea -dijo-. ¿Por qué se acostó con ella?
Una pregunta muy compleja. Muy cargada de derrotas e inclemencia. De conmiseraciones. Cómo responderle que para mí había sido un triunfo, que estaba desesperado por perder la virginidad pues tenía treinta años y nunca me había atrevido a ir con una prostituta.
-Bueno, no sé que decirle -confesé.
-Sé que le hizo el amor muy mal.
Tragué saliva.
-No creo que eso haya sido así -dije.
-No. Créame. Fue así. Además tiene usted el pene mínimo. Abuela me narró cada detalle.
Me parecía que la gente nos miraba. Seguramente se preguntaban qué estaba haciendo un adulto tan feo con una niña pequeña manteniendo una charla muy animada y seria al tiempo.
De pronto la niña se levantó, me propinó un muy ruidoso beso en la boca y tomó con su manita mis genitales.
-Quiero tener sexo anal con usted -me dijo- en el mismo hotel donde fornicó a abuela. Cuándo quiere que viajemos.

Dedos de Carlitos R. Bodeler

Conducto deferente (3)

-No seas imbécil, Bodeler -me dijo Urlezaga.
Su voz se escuchaba a través del teléfono como si se encontrase a una distancia imponente, completa de hastío y reminiscencias de tabaco y ficción.
-¿Alguna vez podré convencerte? -agregó el viejo-. Mirá hijo de puta, te vengo invitando desde hace años. Y una invitación como ésta es una dádiva divina. Deberías sentirte orgulloso y aceptar, porque pocas veces en la vida se tiene acceso a semejante acto de maravilla.
-No puedo, Urlezaga. Perdón.
-La puta que te parió. Sos un cagón de mierda. ¡Maricón! Imaginate la escena y decime si no es un sueño... Esta vez agarramos a una japonesita, una turista que no habla ni una palabra de español. Imaginate cuando le saquemos la venda y la mordaza y se vea en la Habitación... Cuando vea las picanas, los taladros, los instrumentos quirúrgicos. Ja, ja, ja. Esta vez el doctor Petillo va a trabajar en su vagina con no sé qué instrumento. El Comisario también va a estar. Dale, hijo de puta, honranos con tu presencia. Para qué somos amigos.
-Ya sabés que no podría, Urlezaga.
-Sos una mierda. Fui tu abogado toda la vida y me rechazás una vez más. Ya vamos a agarrar a Helena, tu mujer, a ver si así te dignás a venir a verla agonizar y como nos cojemos el cadáver.

Epidídimo (2)

-Entiendo a la literatura en su ejercicio como una hormona -sostuvo Mallet.
Mi esposa rió con descaro mientras jugaba con su pie por la ingle de mi amigo.
-Por supuesto -continuó-. Una secreción interna, un mensaje químico, la regulación del organismo, a veces feromona...
Mi esposa siguió con su pie en la ingle de mi amigo Mallet, y comenzó a tocarse la propia con la mano, divertida.
La alfombra espesa daba entidad íntima al ámbito decorado de manera barroca.
La hija de Mallet, adolescente ya, me miraba. Yo fui uno de los primeros en tenerla en brazos apenas nacida. La habitación nos ofrecía a los cuatro un atisbo de sombra, avalada por la lumbre del hogar que crepitaba minusválida. De pronto la niña me sonrió, pasó su lengua por sus labios, y empezó a frotar su zona púbica con los dedos, sin dejar de mirarme. Entonces experimentó una mínima convulsión que sólo yo noté y su cara mostró sorpresa. Al instante volvió a mirarme y rió nuevamente. Por la mancha húmeda que apareció en la zona de su entrepierna mojando su pantalón, supe que había tenido un orgasmo súbito y que había eyaculado con rudeza.


Pies de Carlos R. Bodeler

Capa intraperitoneal (1)

Esa muerte y aquel suicidio. Ambos conviven en mí como una provocación que inmigra noche tras repetida noche.
Y ahora ella se acostó con mi padre, con todo el asco que le debe haber causado eso. Mi esposa y mi padre manteniendo relaciones sexuales. Quién lo diría. Ella me advertía desde hacía mucho que iba a hacerlo, pues según sostenía, eso iba a dejarme una enseñanza notable, si sabía interpretarlo.
Me lo contó por teléfono. Acababan de terminar de hacerlo. Según me dijo, mi padre estaba desnudo en el baño y ella, también sin ropa, llamaba por el aparato telefónico del cuarto. Me confesó que mientras lo hacían había experimentado arcadas en todo momento, pero aún así había llegado al clímax. De milagro no había vomitado. Pero era necesario que tu padre y yo nos acostemos, agregó. También dijo, antes de colgar: "Tu padre te envía saludos".
Pero esa muerte y aquel suicidio.
Las yemas de mis dedos se han arrugado de repente. Como si hubiese pasado largas horas en el agua. Qué extraño.