28/5/11

Ecografía transrectal (13)


La habitación, de por sí, era abyecta: el piso estaba cubierto por vómito seco que mandaba un hedor ácido y vencido. Extraño por parte de Mallet, que era pulcro hasta lo patológico.
Pero en eso radicaba el poder de la situación; en disfrutar de los reversos y prefigurarlos, en la comunión del vicio.
El cuarto se ubicaba en el sótano de la morada del casero de mi amigo. Cuando Mallet me propuso copular a sus pacientes siamesas, lo hizo de forma harto convincente: me dijo que la más fogosa y más regular desde lo físico sería para mí. La más frígida y con más deformidades es mía, aclaró.
Las muchachas estaban unidas por la frente y un ojo y compartían una porción considerable de masa encefálica. Era cierto: una presentaba deformaciones no tan marcadas; la otra poseía descomunales minusvalías.
Al arribar al sitio, Mallet ya las tenía desnudas en un camastro. Había servido un par de Gomsterffi sobre una mesa derruida. Al verlas di media vuelta e intenté salir corriendo. Pero Mallet me detuvo.
-Enfréntate con tu abasiaofilia, Carlos. No la niegues -me dijo por lo bajo.
Acto seguido se dirigió hacia la muchacha que había elegido para sí, se desabotonó la bragueta y comenzó a orinarla.
Era evidente que a la chica le desagradaba pues se revolvía y emitía quejidos guturales zarandeando a su hermana, que me miraba con el rabillo del ojo y se reía. Luego ésta comenzó a masturbarse y entre las sacudidas me invitó a acercarme. La orina de Mallet la salpicaba.
Pensé una vez más en huir. Pero al mismo tiempo cavilé en mi esposa Helena mofándose, como a menudo lo hacía, de mi pequeña genitalia; además era la primera vez que una dama me convidaba tan abiertamente a fornicarla.
De manera que con suma indecisión me le acerqué. Mientras tanto, mi amigo Mallet defecaba sobre la hermana.
Extraje el miembro que, dado lo enredoso de la situación, no se había erectado gran cosa y la penetré como pude. Su vulva se encontraba completamente lúbrica y receptiva. Tuve que cerrar los ojos.
Pero cuando tomé verdadera consciencia de lo que estaba haciendo, la erección se me presentó de súbito y así, mientras mi amigo vomitaba sobre su compañera, eyaculé con saña.




16/5/11

Escrotales breves (12)

Entonces madre me encontró practicando el onanismo. Me obligó a la sazón a envolver mi miembro con un papel de lija y masturbarme así delante de ella. Caundo eyaculé, el semen fue a mezclarse con las gotas de sangre que se me habían derramado. Ella pasó el dedo por esa mezcla y se lo llevó a la boca. Este es el sabor de la medida de tu impureza -me dijo.



Sé que Helena también va a abandonarme a causa de mi viaje en tren, estoy seguro.


 

 Al morir madre, la única persona que asistió al entierro, aparte de mí, claro, fue Héctor, el amante de mi esposa.



-No avises a nadie, no todavía -me dijo Helena cuando la bebé murió.
Y no lo hice. De esa manera, mi esposa durmió abrazada al cuerpecito de la niña durante dos días. Yo dormí al lado de ellas. Esas dos noches no soñé.



Ocurrió algo extraño en la tumba de madre. Sobre la foto de ella que se encuentra en la lápida, alguien pegó una foto mía.



Mientras compraba los pasajes de ómnibus a Rosario, temblaba.
La niña me había dicho que me esperaría en la Estación Terminal a las nueve de la noche. Agregó:
-Me llamo Lucía. Y no lleve profilácticos, idiota. Me va a penetrar sin uno, como lo hizo con mi abuela. Y no se preocupe por embarazarme: todavía no tuve mi primera menstruación.


Testículo de Carlos R. Bodeler

2/5/11

Albugínea (11)

Si me preguntan qué me movió en mi primera juventud a tener un encuentro homosexual, puedo responder sin hesitaciones: la lástima y el respeto.
Mi vecino era una suerte de filósofo de barrio; don Jenofonte García Paredes Nieto. Sentado en su silla con el respaldo hacia adelante en la vereda, fumando su pipa de gran cazoleta y sorbiendo mate lavado, generó siempre en mí gran admiración por la solemnidad de su porte mugriento, pues don Jenofonte no se bañaba por cuestiones referentes a Tales de Mileto.
Como en una suerte de "Academia" suburbana, aprendí con él, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, los primeros rudimentos a propósito de la filosofía. Era un solipsista criollo de larga barba y olor muy marcado a sudor de axila.
Casi sin que me diera cuenta, a don Jenofonte lo estragaron los años. Su edad demasiado avanzada se manifestó sin tregua y de súbito en su anatomía macilenta.
Una madrugada lo internaron. Fui a visitarlo al hospital y lo encontré devastado sobre la cama, acicateado por diversos tubos y mangueras. Me hizo un gesto y me acerqué a su rostro de cadáver:
-Carlitos, hijo mío -me susurró desde lo intrínseco de su aliento fétido-. Muero, hijo. Y no voy a marcharme sin una fellatio de letum.
Sin dudarlo le bajé entonces el pañal y le retiré la sonda del falo. Un imposible olor a orina me asaltó mientras llevaba la cabeza hacia el miembro atrofiado y ya lampiño de don Jenofonte. Llorando por la pérdida inminente, me llevé su glande a la boca, percibiendo su regusto sulfúrico.
Mientras ejecutaba un movimiento de vaivén con la cabeza y contenía las ganas apremiantes de volver el estómago, recordaba cómo teniéndome sentado sobre su regazo, el maestro versaba sobre los presocráticos y la lógica formal.
Si bien el pene del filósofo no se había erectado por completo, logró eyacular dentro de mi boca.
Mientras vomitaba recordé la historia que me solía contar: aquella de Heráclito de Éfeso, quien se había enterrado en materia fecal para curarse de la hidropesía y de seguro dejar una enseñanza cifrada. Encontré entre ambos actos, el que acababa de fomentar mi viejo mentor y aquel del Oscuro, una evidente analogía.
Minutos después, don Jenofonte murió.
Aquella última mayéutica seminal, repercutirá en mí por siempre como una enseñanza nauseabunda, pero sobre todo como el recuerdo más excitante de mi vida.