19/4/11

Fimosis (10)

Suelo dormir con alguna mínima luz encendida pues, me avergüenza decirlo, temo a la oscuridad. Esto se manifiesta desde que era niño y fue fomentado con creces por madre.
Esa noche no fue la excepción: estaba solo durmiendo en la habitación de huéspedes más espaciosa de la casona de mi mejor amigo Mallet y él había dejado un candil encendido sobre la mesa de luz, pues conoce mi padecimiento. Mi esposa Helena dormía con él y sus dos perros grandaneses en la habitación principal.
Pero mi sueño fue interrumpido por una sensación harto placentera; la hija de Mallet se había deslizado de manera furtiva en mi habitación, me había bajado la pijama y me lamía el miembro con fruición, el cual se erectó de manera preocupante.
Así estuvimos un rato hasta que la vergüenza y el estupor me permitieron mirarla directo a los ojos.
Entonces, sonriendo, extrajo un objeto de entre sus ropas y me lo enseñó. Lo reconocí al instante, pues se trataba de un objeto harto particular. Era el sonajero rosado que le había regalado cuando era una bebé. Lo había visto resonando en su manita infantil repetidas veces.
Ella lo sostuvo frente a mi vista durante unos instantes y cuando percibió que lo había reconocido, comenzó a introducirlo con avidez dentro de mi ano.



16/4/11

Meato Urinario (9)

Helena, desde niña, ha tenido la manía de, en situaciones muy, pero muy desagradables, apretarse con mucha fuerza los labios vaginales con los dedos.
El día de nuestra boda, mientras el sacerdote oficiaba el sacramento, la manía de Helena se extremó en un acceso furioso. Con un ademán doloroso ella introdujo su mano dentro del vestido y condujo sus dedos hacia el pubis. Se va a apretar la vulva, pensé.
En efecto, Helena lo hizo, mas con tanta fuerza y violencia, que el cura debió interrumpir la ceremonia, sus parientes se acercaron al altar y todos comenzamos a intentar que soltase su entrepierna, en medio de un caos que se generaba, y ella lloraba y se reía, y nosotros tirábamos -incluso el sacerdote, muy indignado-, y ella efectuaba potentes sonidos guturales a través del velo pero sin soltarse los labios, eso nunca, y luego se cayó junto con varios parientes avergonzados y seguía aferrándose a ese muelle sector de su anatomía como si se aferrara a una última instancia de evasión, de clemencia y de cordura.




Instantánea de los glúteos de Carlitos Bodeler.

10/4/11

Glándula de Cowper (8)

Madre me enviaba al colegio con el delantal inmaculado, luciendo un blanco excesivo.
Una mañana, al salir al recreo, noté que Isabel, la niña más linda de la escuela, estaba vomitando sobre sus lápices, pues había estado dibujando sentada en el suelo y de pronto se sintió mal. Sin pensarlo me acerqué, y sacándome el guardapolvo, limpié con él cada uno de sus lápices de colores hasta remover de ellos el más mínimo resto del vómito. Luego volví a ponerme el guardapolvo.
Esa mañana, a mis seis años, dí mi primer beso.

(Agrego con mucho pudor que el hecho de besar a la niña cubierto de vómito e imaginar la paliza que madre me propinaría, provocó a su vez mi primera erección fálica).



Instantánea del miembro de Carlos Bodeler

Región perineal tras la base del pene (7)

-Desde luego. Tuve sexo al mismo tiempo con las dos pares de gemelas siamesas que trataba, y esa es la definición más cabal que les puedo ofrecer de la literatura occidental -dijo Mallet.
Su hija se rió con avidez. Me miró. Creo que me observaba la zona genital.
Helena pareció sobar con más fruición los testículos de mi amigo con el pie. Preguntó:
-¿Cómo las convenciste? Imagino a las siamesas como descomunales reprimidas sexuales -apuntó Helena. Se llevó los dedos a la zona púbica para esperar la respuesta.
-En el diván, aprovechando la transferencia psicoanalítica, uno convence a sus pacientes de lo que sea -sonrió Mallet y guiñó un ojo.