3/12/11

Funículo espermático (17)

Cómo no dirigir mis recuerdos a Bobby, entonces, el perro de infancia. Cómo no recuperar en la memoria sus rodeos lúdicos, su ladrido estrecho, el movimiento pendular de su rabo.
No quería hacerlo. No con un perro. Pero mi esposa, Helena, fue, como siempre, harto convincente.
Y Bobby volvió a mi evocación incluso desde mucho antes de que el miembro del mastín napolitano estivese dentro de mi boca.
Mientras yo le practicaba sexo oral al perro, mi esposa me lo practicaba a mí.
-Esto no me gusta -le dije a Helena-. Ni siquiera voy a conseguir una erección.
Ella replicó:
-¿Cómo que no vas a conseguir una erección? No sólo conseguiste una muy férrea, sino que hace cinco segundos acabás de eyacular dentro de mi boca.
Mientras Helena decía esto, el mastín eyaculaba dentro de la mía.
Entonces comprendí que la infancia no era más que una ilusión de pureza, un hecho lejano que pertenecía a la esfera de la ilusión, sólo un triste mecanismo de defensa, una farsa.
Así que le dije a Helena que repitamos el acto sexual con el mastín sobre la tumba de Bobby, que se encontraba en un campo cercano, sobre la cual había dejado flores y lágrimas durante muchos años de mi corta y agónica niñez.



17/9/11

Cáncer de pene (16)

Cómo no llamarme pedófilo, si Lucía sólo tiene once años. Un abyecto pedófilo. Un delincuente.
Pero yo no quería. Lo juro. Aunque no me crean, ella me obligó. Yo quise resistirme. Pero no me ofreció chance.
En resumen, fuimos hasta el hotel donde años atrás forniqué a su abuela.
Ella sabía, su abuela se lo había narrado de manera pormenorizada, cómo fueron los detalles de aquel encuentro sexual.
Quiso repetirlo al detalle.
Me tiró sobre la cama (soy un sujeto físicamente esmirriado). Le dije que entre ambos nada pasaría, que era inmoral lo que proponía pues ella era tan sólo una niña.
Se rió con desdén en su faz pecosa.
Le dije que mi miembro no se erectaría, pues lo que quería hacer conmigo era una perversión innombrable, y no estaba dispuesto.
Pero ella se levantó su blusa y me mostró sus pechitos incipientes. Luego se quitó las braguitas rosadas de algodón por debajo de la pollera y me bajó la cremallera portando una sonrisa irónica, tal como lo había hecho su abuela.
Comenzó a tocar mi miembro con su mano pequeña mientras me confesaba que se excitaba al pensar -no voy aquí a dar precisiones- sobre ciertas prácticas zoofílicas y necrofílicas.
Entonces no sólo mi falo se erectó de una manera alarmante y por demás vascularizada, sino que apenas ella lo hubo ingresado con dificultad en su vulva carente de vello, eyaculé con tal rudeza, que me se me acalambraron los músculos abdominales y experimenté una súbita baja de la presión arterial.
-Mi abuela me dijo que su pene era mínimo -me manifestó mirando la sangre con fijeza-, pero es más chico aún de lo que imaginaba. Y por otra parte, hace dos horas tuve mi primera menstruación. Espero que me haya dejado embarazada.












25/7/11

Fascia de Cooper (15)

Cada jornada, ataviada con su camisón francés, madre leía la biblia antes de dormirse. Una noche, tenía yo diez años, me desperté por la madrugada pues me había orinado encima.
Me dirigí hacia la habitación de madre y al asomarme por la puerta, advertí que estaba ella leyendo el buen libro mientras que generaba un movimiento repetitivo y veloz debajo de la sábana y gemía y suspiraba de manera continua.
Al otro día, en ausencia de madre e invadido por la curiosidad, acudí a su habitación para conocer qué pasaje había estimulado tan extraña acción por parte de ella. Tomé entonces su biblia y me dirigí hacia la página indicada por un señalador.
Allí había una foto de mí y  un párrafo subrayado: "El hombre que tenga los testículos aplastados o el pene mutilado no será admitido en la asamblea de Yahveh".
Años después caí en cuenta de que madre se masturbaba con mi foto y el Deuteronomio.


18/6/11

Columnas de Morgagni (14)


Urlezaga se rió con determinación. Se agazapaban en su risa una noción de la ironía y la relumbre de la fruición sin antecedentes.
-Lo único que te puedo asegurar -me dijo-, es que en determinado momento te vas a cagar encima.
Volvió a reírse.
Realmente la venda cumplía su función: no me permitía ver el más mínimo resquicio de luz. La mordaza también demostraba efectividad en su propósito. 
Estaba atado con tal firmeza a la silla, que me sentía en un total estado de franqueza y hermandad con mi dolor e incertidumbres.
Se evidenciaba que había otras personas con Urlezaga. Hablaban murmurando. El ámbito olía a hospital; allí sin dudas reinaba la asepsia.
Entonces me quitaron la venda. Pude ver enfrente de mí a un sujeto vestido con un guardapolvo blanco, guantes de látex y un antifaz también blanco. Llevaba en las manos lo que parecía ser el esqueleto amarillento de un bebé.
Urlezaga se acercó y me dijo:
-Este es el cadáver de tu hijita. Ahora vas a tomar uno de sus huesos y chuparlo con deleite.
No me quedó más remedio que hacerlo.







28/5/11

Ecografía transrectal (13)


La habitación, de por sí, era abyecta: el piso estaba cubierto por vómito seco que mandaba un hedor ácido y vencido. Extraño por parte de Mallet, que era pulcro hasta lo patológico.
Pero en eso radicaba el poder de la situación; en disfrutar de los reversos y prefigurarlos, en la comunión del vicio.
El cuarto se ubicaba en el sótano de la morada del casero de mi amigo. Cuando Mallet me propuso copular a sus pacientes siamesas, lo hizo de forma harto convincente: me dijo que la más fogosa y más regular desde lo físico sería para mí. La más frígida y con más deformidades es mía, aclaró.
Las muchachas estaban unidas por la frente y un ojo y compartían una porción considerable de masa encefálica. Era cierto: una presentaba deformaciones no tan marcadas; la otra poseía descomunales minusvalías.
Al arribar al sitio, Mallet ya las tenía desnudas en un camastro. Había servido un par de Gomsterffi sobre una mesa derruida. Al verlas di media vuelta e intenté salir corriendo. Pero Mallet me detuvo.
-Enfréntate con tu abasiaofilia, Carlos. No la niegues -me dijo por lo bajo.
Acto seguido se dirigió hacia la muchacha que había elegido para sí, se desabotonó la bragueta y comenzó a orinarla.
Era evidente que a la chica le desagradaba pues se revolvía y emitía quejidos guturales zarandeando a su hermana, que me miraba con el rabillo del ojo y se reía. Luego ésta comenzó a masturbarse y entre las sacudidas me invitó a acercarme. La orina de Mallet la salpicaba.
Pensé una vez más en huir. Pero al mismo tiempo cavilé en mi esposa Helena mofándose, como a menudo lo hacía, de mi pequeña genitalia; además era la primera vez que una dama me convidaba tan abiertamente a fornicarla.
De manera que con suma indecisión me le acerqué. Mientras tanto, mi amigo Mallet defecaba sobre la hermana.
Extraje el miembro que, dado lo enredoso de la situación, no se había erectado gran cosa y la penetré como pude. Su vulva se encontraba completamente lúbrica y receptiva. Tuve que cerrar los ojos.
Pero cuando tomé verdadera consciencia de lo que estaba haciendo, la erección se me presentó de súbito y así, mientras mi amigo vomitaba sobre su compañera, eyaculé con saña.




16/5/11

Escrotales breves (12)

Entonces madre me encontró practicando el onanismo. Me obligó a la sazón a envolver mi miembro con un papel de lija y masturbarme así delante de ella. Caundo eyaculé, el semen fue a mezclarse con las gotas de sangre que se me habían derramado. Ella pasó el dedo por esa mezcla y se lo llevó a la boca. Este es el sabor de la medida de tu impureza -me dijo.



Sé que Helena también va a abandonarme a causa de mi viaje en tren, estoy seguro.


 

 Al morir madre, la única persona que asistió al entierro, aparte de mí, claro, fue Héctor, el amante de mi esposa.



-No avises a nadie, no todavía -me dijo Helena cuando la bebé murió.
Y no lo hice. De esa manera, mi esposa durmió abrazada al cuerpecito de la niña durante dos días. Yo dormí al lado de ellas. Esas dos noches no soñé.



Ocurrió algo extraño en la tumba de madre. Sobre la foto de ella que se encuentra en la lápida, alguien pegó una foto mía.



Mientras compraba los pasajes de ómnibus a Rosario, temblaba.
La niña me había dicho que me esperaría en la Estación Terminal a las nueve de la noche. Agregó:
-Me llamo Lucía. Y no lleve profilácticos, idiota. Me va a penetrar sin uno, como lo hizo con mi abuela. Y no se preocupe por embarazarme: todavía no tuve mi primera menstruación.


Testículo de Carlos R. Bodeler

2/5/11

Albugínea (11)

Si me preguntan qué me movió en mi primera juventud a tener un encuentro homosexual, puedo responder sin hesitaciones: la lástima y el respeto.
Mi vecino era una suerte de filósofo de barrio; don Jenofonte García Paredes Nieto. Sentado en su silla con el respaldo hacia adelante en la vereda, fumando su pipa de gran cazoleta y sorbiendo mate lavado, generó siempre en mí gran admiración por la solemnidad de su porte mugriento, pues don Jenofonte no se bañaba por cuestiones referentes a Tales de Mileto.
Como en una suerte de "Academia" suburbana, aprendí con él, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, los primeros rudimentos a propósito de la filosofía. Era un solipsista criollo de larga barba y olor muy marcado a sudor de axila.
Casi sin que me diera cuenta, a don Jenofonte lo estragaron los años. Su edad demasiado avanzada se manifestó sin tregua y de súbito en su anatomía macilenta.
Una madrugada lo internaron. Fui a visitarlo al hospital y lo encontré devastado sobre la cama, acicateado por diversos tubos y mangueras. Me hizo un gesto y me acerqué a su rostro de cadáver:
-Carlitos, hijo mío -me susurró desde lo intrínseco de su aliento fétido-. Muero, hijo. Y no voy a marcharme sin una fellatio de letum.
Sin dudarlo le bajé entonces el pañal y le retiré la sonda del falo. Un imposible olor a orina me asaltó mientras llevaba la cabeza hacia el miembro atrofiado y ya lampiño de don Jenofonte. Llorando por la pérdida inminente, me llevé su glande a la boca, percibiendo su regusto sulfúrico.
Mientras ejecutaba un movimiento de vaivén con la cabeza y contenía las ganas apremiantes de volver el estómago, recordaba cómo teniéndome sentado sobre su regazo, el maestro versaba sobre los presocráticos y la lógica formal.
Si bien el pene del filósofo no se había erectado por completo, logró eyacular dentro de mi boca.
Mientras vomitaba recordé la historia que me solía contar: aquella de Heráclito de Éfeso, quien se había enterrado en materia fecal para curarse de la hidropesía y de seguro dejar una enseñanza cifrada. Encontré entre ambos actos, el que acababa de fomentar mi viejo mentor y aquel del Oscuro, una evidente analogía.
Minutos después, don Jenofonte murió.
Aquella última mayéutica seminal, repercutirá en mí por siempre como una enseñanza nauseabunda, pero sobre todo como el recuerdo más excitante de mi vida.



19/4/11

Fimosis (10)

Suelo dormir con alguna mínima luz encendida pues, me avergüenza decirlo, temo a la oscuridad. Esto se manifiesta desde que era niño y fue fomentado con creces por madre.
Esa noche no fue la excepción: estaba solo durmiendo en la habitación de huéspedes más espaciosa de la casona de mi mejor amigo Mallet y él había dejado un candil encendido sobre la mesa de luz, pues conoce mi padecimiento. Mi esposa Helena dormía con él y sus dos perros grandaneses en la habitación principal.
Pero mi sueño fue interrumpido por una sensación harto placentera; la hija de Mallet se había deslizado de manera furtiva en mi habitación, me había bajado la pijama y me lamía el miembro con fruición, el cual se erectó de manera preocupante.
Así estuvimos un rato hasta que la vergüenza y el estupor me permitieron mirarla directo a los ojos.
Entonces, sonriendo, extrajo un objeto de entre sus ropas y me lo enseñó. Lo reconocí al instante, pues se trataba de un objeto harto particular. Era el sonajero rosado que le había regalado cuando era una bebé. Lo había visto resonando en su manita infantil repetidas veces.
Ella lo sostuvo frente a mi vista durante unos instantes y cuando percibió que lo había reconocido, comenzó a introducirlo con avidez dentro de mi ano.



16/4/11

Meato Urinario (9)

Helena, desde niña, ha tenido la manía de, en situaciones muy, pero muy desagradables, apretarse con mucha fuerza los labios vaginales con los dedos.
El día de nuestra boda, mientras el sacerdote oficiaba el sacramento, la manía de Helena se extremó en un acceso furioso. Con un ademán doloroso ella introdujo su mano dentro del vestido y condujo sus dedos hacia el pubis. Se va a apretar la vulva, pensé.
En efecto, Helena lo hizo, mas con tanta fuerza y violencia, que el cura debió interrumpir la ceremonia, sus parientes se acercaron al altar y todos comenzamos a intentar que soltase su entrepierna, en medio de un caos que se generaba, y ella lloraba y se reía, y nosotros tirábamos -incluso el sacerdote, muy indignado-, y ella efectuaba potentes sonidos guturales a través del velo pero sin soltarse los labios, eso nunca, y luego se cayó junto con varios parientes avergonzados y seguía aferrándose a ese muelle sector de su anatomía como si se aferrara a una última instancia de evasión, de clemencia y de cordura.




Instantánea de los glúteos de Carlitos Bodeler.

10/4/11

Glándula de Cowper (8)

Madre me enviaba al colegio con el delantal inmaculado, luciendo un blanco excesivo.
Una mañana, al salir al recreo, noté que Isabel, la niña más linda de la escuela, estaba vomitando sobre sus lápices, pues había estado dibujando sentada en el suelo y de pronto se sintió mal. Sin pensarlo me acerqué, y sacándome el guardapolvo, limpié con él cada uno de sus lápices de colores hasta remover de ellos el más mínimo resto del vómito. Luego volví a ponerme el guardapolvo.
Esa mañana, a mis seis años, dí mi primer beso.

(Agrego con mucho pudor que el hecho de besar a la niña cubierto de vómito e imaginar la paliza que madre me propinaría, provocó a su vez mi primera erección fálica).



Instantánea del miembro de Carlos Bodeler

Región perineal tras la base del pene (7)

-Desde luego. Tuve sexo al mismo tiempo con las dos pares de gemelas siamesas que trataba, y esa es la definición más cabal que les puedo ofrecer de la literatura occidental -dijo Mallet.
Su hija se rió con avidez. Me miró. Creo que me observaba la zona genital.
Helena pareció sobar con más fruición los testículos de mi amigo con el pie. Preguntó:
-¿Cómo las convenciste? Imagino a las siamesas como descomunales reprimidas sexuales -apuntó Helena. Se llevó los dedos a la zona púbica para esperar la respuesta.
-En el diván, aprovechando la transferencia psicoanalítica, uno convence a sus pacientes de lo que sea -sonrió Mallet y guiñó un ojo.

1/3/11

Conductos seminíferos (6)

El itinerario del viaje en tren, me fue revelado de una manera concluyente.
Helena siempre durmió desnuda, con las contundentes nalgas hacia arriba. Lo hizo así cada noche durante largos años, desde que nos casamos.
Yo padezco de un férreo insomnio. Durante las dilatadas y siempre cómplices horas nocturnas, cimentadas de tabaco y cavilaciones distantes, me entretenía observando las venas azuladas que uno de sus glúteos presentaba justo en su centro. Una gran, como le llaman, "arañita".
Tras años de prolijo observar el trazo de esos vasos sanguíneos, aprendí sus arabescos añiles de memoria.
Cierto día, sentado en mi sillón y recorriendo las páginas de un atlas de regiones del país, ocurrió un corte de luz. En plena oscuridad, pasé unas cuántas páginas mientras pensaba en qué podía haber ocurrido con la energía. La luz retornó de súbito. Cuando volví a observar el atlas, tenía delante de mí un mapa que repetía de manera minuciosa el dibujo de las venas del culo de mi esposa.
Supe, entonces, como un axioma, como una revuelta, que debía dirigirme hacia esa región, en un viaje iniciático que no dudaba, me revelaría ciertas zonas oscuras de mi presente.

Cayo sorella

20/2/11

Glándulas bulbouretrales (5)

Cuando nuestra bebé murió, por primera vez en mi vida -exceptuando cuando era muy pequeño, claro- me defequé encima. Repasando el hecho ahora, a la distancia y con plena frialdad en la cavilación, recuerdo que unos retortijones principiaron en mi vientre apenas escuchados los alaridos de mi mujer. Cuando llegué con ella, tenía a la bebé en brazos y la arrullaba, aunque ya estaba muerta, y gritaba de una manera escalofriante. La materia fecal salió muy lentamente de mí, semilíquida, y comenzó a bajarme por la pierna. Los médicos dijeron que la niña había sufrido una "muerte súbita". Cuando quité el cuerpecito de entre los brazos de Helena y lo tomé en los míos, las heces chorreantes ya me llegaban más abajo de las rodillas y despedían un hedor inmundo, aunque ahora pienso que el olor podía haber venido de la bebé fallecida. La niña se encontraba espantosamente hinchada. Entre intensos llantos, mi mujer me dijo: "ha sido culpa tuya, Carlos".

Vesículas seminales (4)

-¿Pero entonces, por qué me citaste aquí? -dije.
La muchachita, de doce años, me miró con seriedad. En sus ojos habían un comentario del cielo y el tamaño de la resignación.
-Porque me enteré que usted, Bodeler, fue el único hombre con que mi abuela engañó a mi abuelito. Mi abuela Elsa, fue en la ciudad de Rosario, hace mucho.
Era cierto. Recordaba a la mujer. Con ella perdí mi virginidad y, además de con mi esposa, fue la única mujer con quien hice el amor. Era una señora fea, estaba borracha. Dijo que se acostaba conmigo por lástima. Porque me encontraba demasiado delgado. Porque era, por lejos, el sujeto más delgado en ese velorio.
-Le quiero pedir perdón por eso -dije.
-No me importa lo de mi abuela -respondió-. Usted tiene los ojos muy redonditos. Como un koala.
Era una niña muy bella. Aunque tenía demasiado cabello. No le encontré un solo rasgo de su abuela. Vestía una remera de Mickey Mouse.
-Mi abuela es muy fea -dijo-. ¿Por qué se acostó con ella?
Una pregunta muy compleja. Muy cargada de derrotas e inclemencia. De conmiseraciones. Cómo responderle que para mí había sido un triunfo, que estaba desesperado por perder la virginidad pues tenía treinta años y nunca me había atrevido a ir con una prostituta.
-Bueno, no sé que decirle -confesé.
-Sé que le hizo el amor muy mal.
Tragué saliva.
-No creo que eso haya sido así -dije.
-No. Créame. Fue así. Además tiene usted el pene mínimo. Abuela me narró cada detalle.
Me parecía que la gente nos miraba. Seguramente se preguntaban qué estaba haciendo un adulto tan feo con una niña pequeña manteniendo una charla muy animada y seria al tiempo.
De pronto la niña se levantó, me propinó un muy ruidoso beso en la boca y tomó con su manita mis genitales.
-Quiero tener sexo anal con usted -me dijo- en el mismo hotel donde fornicó a abuela. Cuándo quiere que viajemos.

Dedos de Carlitos R. Bodeler

Conducto deferente (3)

-No seas imbécil, Bodeler -me dijo Urlezaga.
Su voz se escuchaba a través del teléfono como si se encontrase a una distancia imponente, completa de hastío y reminiscencias de tabaco y ficción.
-¿Alguna vez podré convencerte? -agregó el viejo-. Mirá hijo de puta, te vengo invitando desde hace años. Y una invitación como ésta es una dádiva divina. Deberías sentirte orgulloso y aceptar, porque pocas veces en la vida se tiene acceso a semejante acto de maravilla.
-No puedo, Urlezaga. Perdón.
-La puta que te parió. Sos un cagón de mierda. ¡Maricón! Imaginate la escena y decime si no es un sueño... Esta vez agarramos a una japonesita, una turista que no habla ni una palabra de español. Imaginate cuando le saquemos la venda y la mordaza y se vea en la Habitación... Cuando vea las picanas, los taladros, los instrumentos quirúrgicos. Ja, ja, ja. Esta vez el doctor Petillo va a trabajar en su vagina con no sé qué instrumento. El Comisario también va a estar. Dale, hijo de puta, honranos con tu presencia. Para qué somos amigos.
-Ya sabés que no podría, Urlezaga.
-Sos una mierda. Fui tu abogado toda la vida y me rechazás una vez más. Ya vamos a agarrar a Helena, tu mujer, a ver si así te dignás a venir a verla agonizar y como nos cojemos el cadáver.

Epidídimo (2)

-Entiendo a la literatura en su ejercicio como una hormona -sostuvo Mallet.
Mi esposa rió con descaro mientras jugaba con su pie por la ingle de mi amigo.
-Por supuesto -continuó-. Una secreción interna, un mensaje químico, la regulación del organismo, a veces feromona...
Mi esposa siguió con su pie en la ingle de mi amigo Mallet, y comenzó a tocarse la propia con la mano, divertida.
La alfombra espesa daba entidad íntima al ámbito decorado de manera barroca.
La hija de Mallet, adolescente ya, me miraba. Yo fui uno de los primeros en tenerla en brazos apenas nacida. La habitación nos ofrecía a los cuatro un atisbo de sombra, avalada por la lumbre del hogar que crepitaba minusválida. De pronto la niña me sonrió, pasó su lengua por sus labios, y empezó a frotar su zona púbica con los dedos, sin dejar de mirarme. Entonces experimentó una mínima convulsión que sólo yo noté y su cara mostró sorpresa. Al instante volvió a mirarme y rió nuevamente. Por la mancha húmeda que apareció en la zona de su entrepierna mojando su pantalón, supe que había tenido un orgasmo súbito y que había eyaculado con rudeza.


Pies de Carlos R. Bodeler

Capa intraperitoneal (1)

Esa muerte y aquel suicidio. Ambos conviven en mí como una provocación que inmigra noche tras repetida noche.
Y ahora ella se acostó con mi padre, con todo el asco que le debe haber causado eso. Mi esposa y mi padre manteniendo relaciones sexuales. Quién lo diría. Ella me advertía desde hacía mucho que iba a hacerlo, pues según sostenía, eso iba a dejarme una enseñanza notable, si sabía interpretarlo.
Me lo contó por teléfono. Acababan de terminar de hacerlo. Según me dijo, mi padre estaba desnudo en el baño y ella, también sin ropa, llamaba por el aparato telefónico del cuarto. Me confesó que mientras lo hacían había experimentado arcadas en todo momento, pero aún así había llegado al clímax. De milagro no había vomitado. Pero era necesario que tu padre y yo nos acostemos, agregó. También dijo, antes de colgar: "Tu padre te envía saludos".
Pero esa muerte y aquel suicidio.
Las yemas de mis dedos se han arrugado de repente. Como si hubiese pasado largas horas en el agua. Qué extraño.