28/3/13

Esmegma transrectal (23)


-Ella no mintió. Qué feos testículos tiene, señor -me dijo la prostituta.

Le faltaban los dientes de la encía superior. Su cuerpo se presentaba fláccido, orientado hacia una intemperancia mullida. Sonreía. Y decía la verdad.

Mi escroto es de un color amarronado. Tiene una particular textura muy áspera. Diría que tales características hacen parecer a mis testículos un kiwi.

-Parecen un kiwi -añadió ella-. Su esposa me lo advirtió al contratarme. Y me exigió como condición excluyente que trajera a la bisabuela.

Lo sospechaba. Siempre que me pagaba una prostituta, Helena les hablaba de mis testículos y, sobre todo, buscaba alguna condición excepcional, en este caso, la inclusión de la anciana.

-Su señora me dijo que me contrataba porque era muy fea. Y porque creía que yo sería la que más me reiría de sus testículos. Pero el trato definitivamente lo cerró el asunto de la bisabuela.

La anciana tenía 102 años. Estaba ciega. Se había desnudado con una llamativa lentitud en un rincón de la habitación. Su desnudez resultaba cuando menos asombrosa. Sus huesos se marcaban de manera nítida bajo la piel que parecía un pergamino antiguo. Una momia: esa es la definición más precisa que puedo otorgar de su cuerpo. Y sobre todo de su rostro. Era sin dudas, un cadáver incorrupto.

-Mi familia tiene una larga tradición de putas -dijo la mujer-. Pero faltaba sólo la bisabuela. Ya venía siendo hora de prostituirla. Tiene una salud de hierro. Puede hacerle lo que quiera: puede orinarla, defecarla. Forníquela como más le guste. Si se muere, no le hace: ¿quién no querría morirse vomitada, en el medio de un coito?

Volvío a mirar mis testículos y agregó:

-Hay una crema muy buena para la piel. Quita las asperezas y remueve células muertas. Blanquea. Yo creo que le ayudaría con sus huevos. Acá la tengo, en mi cartera. Permítame que voy a colocarle un poco.

Extrajo el pomo blanco, dotado de un considerable viso fálico. Se colocó un poco en la palma de la mano, y comenzó a deslizarla por mi escroto con suaves movimientos circulares.

Mientras lo hacía me manifestaba:

-Qué caro está todo. La verdura por ejemplo.

Y agregó:

-¿Hace cuánto que perdió parte del miembro?

-Qué parte. Yo no perdí ninguna parte del miembro.

-¿Pero ese es su tamaño normal? No puede ser. Su señora me dijo que usted antes tenía falo grande, y que lo había perdido casi todo en un accidente. ¿Está seguro? Ese no puede ser un miembro entero. Pero mejor para la abuela. Menos daño para su vagina árida.

La anciana parecía haberse quedado dormida en su rincón, sentada y desnuda. De vez en vez se llevaba la mano a la vulva: parecía querer masturbarse.

-Ánde, ánde -me decía la mujer de la vida-. Empiece por la abuela. ¿No se anima? Bueno, para que entre en clima, yo la voy a mear.


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